Candados que no solo cierran puertas: museos, derechos y ciudadanía

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Candados que no solo cierran puertas: museos, derechos y ciudadanía.

Por *Ofelia Muñoz Catalán

La reciente clausura temporal de diversos museos en la Ciudad de México, entre ellos recintos de alto valor simbólico como el Museo Nacional de Antropología, constituye mucho más que una anécdota administrativa o una “crisis menor” del sector cultural. Se trata de un acontecimiento que desnuda con crudeza la fragilidad institucional en la garantía de los derechos culturales y obliga a repensar el papel que juega la cultura en la vida democrática y en el desarrollo humano.

En una ciudad que se precia de ser capital cultural de América Latina, cerrar museos por falta de personal de seguridad revela una serie de negligencias acumuladas: presupuestos insuficientes, ausencia de voluntad política y una visión utilitarista del gasto público. Pero aún más preocupante es la normalización de este tipo de actos como si fuesen inevitables, aceptando sin resistencia la exclusión simbólica que imponen.

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Desde una perspectiva de derechos humanos, el acceso a la cultura no puede ser reducido a un privilegio contingente.

Es, como bien señalan Amartya Sen y Martha Nussbaum en su enfoque de las capacidades, una dimensión esencial del florecimiento humano poder participar de la vida cultural —conocer, crear, interpretar, disentir— es una capacidad que sostiene la agencia individual, el sentido de pertenencia y la posibilidad de imaginar un mundo distinto.

La cultura, por lo tanto, no es un adorno de la existencia sino un pilar que habilita otras libertades fundamentales.

La Constitución de la Ciudad de México lo reconoce: la cultura debe ser accesible a todos, sin distinción, sin embargo, la realidad nos muestra que los derechos, cuando no se sostienen con estructuras institucionales sólidas y presupuestos dignos, se convierten en letra muerta.

La suspensión de actividades culturales, aunque sea por razones logísticas, representa un retroceso en la construcción de ciudadanía, y particularmente afecta a quienes encuentran en los espacios públicos de cultura una forma de compensar desigualdades de origen.

Pierre Bourdieu nos enseñó que el capital cultural es una de las formas más poderosas de reproducción social. En otras palabras, quien accede a museos, bibliotecas, conciertos y espacios de creación artística desde temprana edad, adquiere no solo conocimientos, sino formas de habitar el mundo con mayor seguridad simbólica desde sus propias prácticas culturales.

Cerrar estos espacios es clausurar puertas al desarrollo de ese capital para amplios sectores de la población. Y eso, en última instancia, perpetúa las desigualdades que decimos querer erradicar.

El argumento fiscal no puede justificar el desmantelamiento de lo público. Sí, es cierto que los recursos son limitados pero la priorización de estos es siempre una decisión política. En una nación que ha sabido invertir en infraestructura, defensa o megaproyectos, resulta incongruente que no se puedan garantizar los salarios y condiciones mínimas del personal que resguarda el patrimonio cultural. No es la falta de dinero lo que ha clausurado los museos, sino una jerarquización errónea de lo que consideramos esencial.

Desde una mirada humanista, los museos no son contenedores de objetos muertos, son espacios de diálogo intergeneracional, de memoria crítica, de pedagogía de lo sensible, en ellos, se aprende sin exámenes y se comprende sin fórmulas. Se construyen subjetividades capaces de interpretar el pasado y proyectar futuros. Privar a la sociedad de este acceso, aunque sea temporalmente, es suspender el derecho a imaginarse de otra manera.

No es menor que esta clausura haya afectado también a turistas y visitantes. La cultura no reconoce pasaportes; es, por definición, un acto de hospitalidad. La ciudad cierra sus museos y también sus puertas simbólicas. ¿Qué imagen transmite una urbe que no puede garantizar el funcionamiento de sus centros de conocimiento? ¿Qué mensaje se envía a las nuevas generaciones cuando se le impide el acceso a su propia historia?

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La solución, por supuesto, no es únicamente abrir los museos. Es dignificar la política cultural, asegurar condiciones laborales estables, profesionalizar la gestión pública del patrimonio y entender que una sociedad que no invierte en cultura está fomentando -sin saberlo- en su propia desmemoria.

Defender el derecho a la cultura hoy es construir un modelo de país en el que todos tengan cabida. Es rechazar la lógica de la clausura, de la omisión, del silencio. Es afirmar que lo humano no se agota en la sobrevivencia, sino que florece en el encuentro con la belleza, la historia y la imaginación compartida. Y eso, más que un ideal, debería ser una prioridad ética del Estado mexicano.

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Resulta particularmente irónico —por no decir absurdo— que mientras se colocan candados en museos emblemáticos de la Ciudad de México, el Museo Nacional de Antropología haya sido distinguido con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025.

Este reconocimiento internacional no solo celebra la excelencia y la vocación humanista de una institución que resguarda la memoria plural de México, sino también evidencia, por contraste, la contradicción de una política cultural que aplaude el símbolo, pero desatiende la infraestructura que lo sostiene. Se premia la joya ante el mundo, mientras en casa se le impide brillar. ¿Cómo puede hablarse de concordia si se obstaculiza el derecho a la cultura de quienes viven, habitan y hacen país?

 

 

*Catedrática e Investigadora de Patrimonio Cultural

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