Hugo Gutiérrez Vega
El Jicote. Por: Edmundo González Llaca
Lunes 18 de Marzo
Tuve la oportunidad de convivir con Hugo Gutiérrez Vega, nuestro trato resistió nuestras abismales diferencias políticas. No hay mayor secreto en la conservación de nuestro afecto, los dos procurábamos reflexionar en voz alta nuestras simpatías tan divergentes y al final sellábamos la conversación con una cena rica, aderezada con espléndidas y ruidosas carcajadas.
Cuando la circunstancia no se prestaba para reírnos, como era su fiel lector, le recordaba alguna de sus anécdotas personales para que me las comentara de viva voz. Raro en el mundo de los intelectuales, Hugo era tan ameno y simpático ya sea escribiendo como platicando. Acaba cumplir 90 años de su nacimiento y rindo un humilde homenaje a su talento.
A Hugo le gustó la vida del teatro y de los escenarios más que cualquier otra de las muchas que vivió, recordaba algunas anécdotas, incluso en las que no había sido protagonista.
La gran actriz María Teresa Montoya, una de las grandes actrices de la época, tuvo en México una gran despedida antes de irse a Argentina, a tal punto que se le abrió el mismísimo Palacio de Bellas Artes para que presentara una obra. Obviamente la actriz y su patiño, Mondragón, estaban sumamente nerviosos, lejos de calmarse, conforme avanzaba la representación se ponían más tensos.
Al final del tercer acto Mondragón, que hacía el papel de Leopoldo, tenía que decir:
“Perdonémonos Amelia”.
Pero con la excitación Leopoldo dijo:
-“Pedorreémonos Amelia”.
La Montoya se puso furiosa y lo corrigió con una réplica perfecta:
– “Perdonémonos Leo…pedo”.
La corta pero intensa actividad política de Hugo lo enriqueció con grandes amigos. Manuel Rodríguez Lapuente ocupó un lugar especial entre sus afectos, pues cumplía con la exigencia Ciceroniana de que la amistad se da entre semejantes. Rodríguez Lapuente, igual que Hugo, eran buenos oradores, carismáticos y su comunicación se distinguían por ser, de igual forma, irónicos, agudos, lúdicos; ajenos a toda grandilocuencia.
En esa época México vivía un atraso político, peor que el de ahora, ser miembro de la oposición era toda un hazaña de heroísmo cotidiano. Hugo recuerda lo que les pasó en una comunidad serrana en la que el cacique era amigo del gobernador, lo que le daba doble impunidad. En la plaza principal improvisaron una tribuna y el fogoso candidato pronunciaba un discurso pleno de indignación y dramatismo contra el cacique, lo que hizo perder la paciencia de los guaruras y empezaron a disparar sin ton ni son. El fogoso orador los increpó:
- “No tiren contra el pueblo, no sean cobardes. Tiren contra nosotros”.
Rodríguez Lapuente con una calma, que era también una burla mayor a los agresores, prudentemente lo interrumpió para decir:
- “Mira candidato, no violentes la voluntad de esos señores. Déjalos que tiren para donde quieran”.
Otro Presidente Municipal también en un pueblo remoto de la comunidad serrana que, cansado de las majaderías que le decía su compadre cada vez que se le pasaban las cucharadas, dictó la siguiente orden: “Detengan a mi compadre Casimiro por argumentativo, vociferantoso e hijo de la chingada”.
Los deleites de la cocina no podían quedar fuera de la insaciable curiosidad de Hugo por toda manifestación cultural. De acuerdo con el tema su prosa adquiere una sabrosura que conforme se va leyendo se le va haciendo a uno agua la boca.
Al describir este arte mayor de los fogones, Hugo no pierde la jovialidad salpicando sus experiencias con la comida, conscientes como él afirma “que la sazón no tiene explicación científica ni natural, pues su presencia es milagrosa y pertenece a los reinos de las gracias y de los misterios”. Se reconoce, como buen mexicano, arrocero, en todo tipo de presentaciones, blanco, rojo, con chícharos; se acepta también convicto y confeso tamalero; muestra su respeto por el “milagroso mole que solemniza los momentos más importantes de la vida”; pero no hay duda que sus preferidos son los sacrosantos frijoles, “que llenan los huequitos”.
El buen apetito se inicia desde la mañana, a tal punto que Savater, citado por Hugo, afirma que los que van al cielo son acreedores a tomar un desayuno mexicano. Hugo llegó de visita a la casa de un amigo de Monterrey, que tienen fama, para mí muy bien ganada, si no de tacaños, sí de ser bastante ahorrativos.
En la mañana llegó al comedor de su anfitrión y fue recibido por la amistosa y sonriente sirvienta que le preguntó:
- Señor, ¿Cómo quiere su huevo?
El singular del producto de gallina fue un duro golpe a su estómago. No quería manifestar abiertamente que acostumbraba a comer cuando menos dos. Hugo amable dijo.
- ¡Perdón!
- Que cómo quiere su huevo.- repitió la muchacha. Hugo respondió:
- Lo quiero revuelto con otro.
En paz descanses mi estimado Hugo. Tenemos que releerte para que, en estos momentos oscuros del país, no se nos vaya el buen humor que siempre contagiaste.
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El Jicote, por Edmundo González Llaca.
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